tacones

Es tarde. Salgo del metro acompañada de un grupo de gente que pronto se deshace como el humo y es absorbido por los árboles y el resto de sombras. Solo queda una chica que unos pasos antes que yo va buscando el camino de farolas. Por lo demás, las calles están vacías y solo se ocupan de dispersar misteriosas el ritmo forzado de sus tacones. Y concentrada, me parece que el ritmo habla, y me dice ahora que ella se preocupa cuando me encuentro demasiado cerca. Así que decido adelantarla y dejar de ser otra sombra que acecha y tranquilizarla además con mi compañía (ese extraño apoyo de ser mujer y caminar de noche en Madrid).
Así será ella la que deberá seguirme hasta que se me olvide en algún portal. Pero pasa algo que no espero: su sonido se pierde muy pronto, en el atajo que yo evito por peligroso (un pasadizo desértico que conduce directamente a mi edificio). Entonces se me ocurre correr sola para llegar primero y demostrar así que mi camino es mejor. Antes de llegar al punto de intersección recupero mi paso tranquilo y entonces escucho que sus tacones golpean más deprisa. Ella también ha decidido correr y me parece muy divertido pensar que hemos tenido la misma idea, aunque detrás del juego yo sé que es el miedo el que lo ha hecho todo.
Cuando llego a mi portal un vecino sujeta la puerta para su esposa. Yo entro y llamo al ascensor pero no quiero esperar y subo andando. Antes de llegar al primero vuelvo a reconocer el sonido picudo de esos zapatos.